martes, 25 de enero de 2011

Momentos de melancolía


Tomé las llaves del auto y salí. Aún no sé hacia donde me dirijo. Pero tengo que alejarme, dejar atrás por un rato todo lo que me ancla a la rutina. Prendo la radio y busco la emisora que siempre escucho. La música no cambia esta angustia que oprime mi pecho, pero la mece logrando tranquilizarme un poco. Mi abuela eligió un día poco apropiado para enfermar. No le importa estar enferma, ha perdido completamente la voluntad de vivir, yo creo que vive como dice Arjona “porque come y duerme”; nada más. Hasta me parece que se alegra de ver como su cuerpo comienza a fallar, la hace sentirse con esperanzas de morir pronto, por eso no me sorprende cuando me dice “yo ya no soy de este mundo chica, ya no valgo nada aquí. La vida me está haciendo padecer, tu abuelo falleció a los 84 tal vez yo también lo haga y vaya a reunirme con él”. Ella tiene 84 ya, pero yo se que su espíritu hace años que se fue con su marido.  Mi abuelo. Imagino el nombre de ella debajo del suyo sobre la lápida negra del cementerio. Incluso me veo a mi misma limpiando la lápida y poniendo flores. Ya se a donde ir. Doblo la rotonda y tomo el camino hacia el cementerio. Lo debo. Hace ya tiempo que no vengo, aunque no estoy segura de porque me rehúso siempre a venir en los aniversarios de fallecimiento.
Estaciono, compro flores y comienzo a buscar la tumba de mi abuelo. Me tardo un buen rato en dar con ella. Pero al fin la encuentro. Un rectángulo negro de granito brilloso con un cristo negro (supuestamente era de bronce) hacia la izquierda y unas letras grises que rezan “Q.E.P.D.” Luego el nombre de él y debajo la fecha de su nacimiento y la de su fallecimiento. Doy una mirada a mi alrededor contemplando la belleza del lugar, con sus sepulturas de pasto verde y abundante, rosales y flores por todas partes. Respiro profundo llenando mis pulmones del aire de paz que se reina allí. Pongo agua en los floreros, limpio la lápida un poco y me siento sobre el pasto, contemplando las letras que citan el nombre de ese hombre que me ha estado visitando en sueños, seguramente para recordarme que lo he dejado olvidado. Ese espacio de dos metros y medio de largo es lo único que tengo para recordar que él existió. Allí es donde siento que lo tengo de vuelta. No hablamos, solo nos miramos. El silencio habla por nosotros. Entonces lo siento. Todo está ahí, escondido. Por mucho que lo parte de mí todos los días, y mas allá de haberlo aceptado como algo natural, común y necesario, incluso. El amor que he sentido por este hombre y que ahora mas que amor es una añoranza enorme y un vacío sobrecogedor, sale de mis entrañas y se queda agarrado en mi garganta. Por un momento intento tragármelo, ¿pero que mas da? Estoy sola, y eso significa que puedo llorar sin que nadie me vea. Entonces lloro. Lloro porque lo quiero, porque lo extraño, y porque me frustra no poder tenerlo un minuto para abrazarlo mas fuerte de lo que jamás lo he abrazado.
 Las lagrimas cesan y mis mejillas son refrescadas por una brisa. De nuevo, miro a mi alrededor llenándome de la belleza del lugar, y pienso que algún día yo también estaré aquí. Ya estoy calmada. Veo a dos señoras un par de filas por detrás de nosotros y su cercanía me devuelve a la realidad. Miro el reloj y veo que hace ya mucho tiempo que salí de casa. Vuelvo a mirar la lápida y nuevamente siento esa profunda conexión, como si estuviera viendo a mi abuelo a los ojos. Ahora sí sé porque no vengo mucho al cementerio. Porque cuando estoy aquí, no me quiero ir.

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